viernes, enero 18, 2008

 

Ha caido el valiente MILTON WOLFF

Ha caído un valiente.
El último comandante del Batallón Lincoln, los voluntarios norteamericanos de las Brigadas Internacionales, Milton Wolff (Nueva York, 1915), falleció el lunes en Berkeley, California, a los 92 años, de un paro cardiaco.
Wolf, un chico judío de Brooklyn, concienciado, comunista, llegó a España en marzo de 1937 con 21 años y empezó a combatir casi de inmediato, en la batalla de Brunete, como servidor de una ametralladora, aunque su intención era servir de médico. Su coraje, la suerte y el alto índice de bajas de su contingente, más del 50%, le catapultaron a comandante de la unidad -la legendaria Brigada Lincoln- tan sólo un año después. Fue el noveno y último comandante. Cuatro de sus predecesores habían muerto y otros cuatro habían sido heridos. Un pepinazo que cayó sobre el cuartel general del batallón y mató a varios altos oficiales sin duda impulsó su ascenso.
Vivió aventuras sin cuento: el ataque a la Colina 666 en la sierra de Pàndols durante la Batalla del Ebro, el cruce a nado del río, de noche y solo, durante la retirada republicana... Muchas de esas vicisitudes las contó a través de su álter ego Mitch Castle en su novela autobiográfica Otra colina (Ediciones Barataria) -tengo ante los ojos el ejemplar que me dedicó en 2005; escribió con letra temblorosa: "Salud y paz"-. Escribió otras dos novelas en las que narró su vida antes y después de la contienda.
"Veintitrés años, alto como Lincoln, demacrado como Lincoln, y tan valiente y tan buen soldado como cualquiera que comandó batallones en Gettysburg. Está vivo y sin heridas por la misma casualidad que deja en pie a una alta palmera tras el paso de un huracán". Así describió Ernest Hemingway en 1938 a Milton Wolff, que, cuenta la leyenda y contaba el propio Wolff, le quitó en España una novia al escritor, cosa que a Hemingway no le cabreó tanto como que el joven estadounidense, al que invitó a beber su primer Scotch, no lo conociera, y que luego tachara de irreal la trama de Por quién doblan las campanas ("ese libro").
Algo de esa descripción tan glandular de Hemingway quedaba en Wolff, el mítico comandante Lobo, en sus últimos años. Solía viajar a España cada año para volver a cruzar el Ebro, arrojar claveles al río en memoria de sus compañeros caídos y lanzar un gutural "¡Salud, camaradas!" con puro acento de Jarama Valley.
"Llevo a España en el corazón, éste es mi segundo país", acostumbraba a manifestar antes de preguntarse dónde habían ido a parar todos los burros que en sus tiempos de brigadista proliferaban en el paisaje. Había inocencia en él, una inocencia lúcida, testaruda, indestructible que hacía que fuera imposible permanecer ante el viejo luchador sin rendirte a su encanto. Hasta coqueteaba con las chicas. Hizo campaña contra el apartheid, consiguió ambulancias para los sandinistas y en uno de sus actos más deliciosamente extravagantes, mientras batallaba contra la guerra del Vietnam, ofreció los servicios de los veteranos de la Brigada Lincoln a Ho Chi Min.
"La primera vez que estuve bajo el fuego fue en Brunete. De repente me di cuenta de que me estaban disparando. Viniendo como venía de Brooklyn no había tenido nunca esa experiencia; no es algo que recomiende", decía irónico. Es cierto que nunca dejó de defender la libertad -y lo pasó muy mal, como los demás brigadistas, durante el macartismo- y que, pese a declararse pacifista, estuvo siempre dispuesto a volver a luchar por ella.






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